Cuando hay que huir.
Si bien cada experiencia se aprende, creo que lo mío es más bien crónico, porque vuelvo una y otra vez, sin aprender. Pero cuando pasa algo con respecto a las relaciones interpersonales, me consuelo pensando que he pasado por peores situaciones, cada una más ridícula que la anterior.
Partiré mencionando una discusión de conceptos que tuve hace algún tiempo con V y P, en la que yo negaba haber tenido una cita con compañero vacilón -de la pega- y ellas juraban hasta por sus madres que sí. A lo que, después de un par de tragos, para variar, nos pusimos a redefinir el término. Entonces cita se entenderá, para usos posteriores, como "una reunión de dos o más personas (seamos abiertas/os), donde al menos una de ellas tiene intenciones de que en esa reunión pase algo tanto físico (besos, caricias, sexo, etc), como romántico".
Yo creo que todos/as, no hay nadie que se salve de ello, hemos tenido una mala experiencia en el rubro. Si bien a algunos la chiquilla de turno terminó con la pálida y meada, o quizá recurrieron al viejo truco de pedirle a su mejor amiga que les llamara para decir que tenían una urgencia y salir lo antes de ahí, o hasta se quedaron callados todo el encuentro porque estaban muy aburridos y la chica tuvo que irse por descarte a su casa, o hasta tenían todas las intenciones pero ella olía muy mal para repetir la instancia, o porque simplemente esa persona, en lo más íntimo era desagradable y pedante, haciendo que ustedes tomaran sus cosas y se fueran de ahí. Como ustedes no están solas/os en esto, les contaré un par de situaciones en las que, yo también, he tenido que huir por mi vida o por mi dignidad.
Loquito por ti, loco, loco.
Un día un buen amigo mío me dijo si conocía un tipo equis, que si no, tenía que conocerlo ya. No me llamaba la atención per se, pero si mi amigo lo decía, era por algo. Le hablé. Conversamos y quedamos en que me pasaría a buscar al trabajo. Me dijo que tras el quiebre de su última relación había engordado, pero no fue el hecho de que saliera de la pega y viera al triple (sin exagerar) de persona de lo que salía en su foto, fue todo lo que pasó después.
Nos fuimos sin rumbo, porque él no tenía idea de dónde ir, o qué hacer. Me dijo que no tenía plata y tampoco planes. Si no tiene iniciativa, se desgana la intención.
Lo llevé a Bellavista a beber, en un local con las tres bs, y a punta de cerveza le quité un poco la timidez. Dejó de hablarme de tanta filosofía de academia y pasó a decirme que estaba muy nervioso por nuestra cita. Ahí lo paré en seco y le dije que no era una cita, que sólo estábamos ahí para conversar y beber. Ahora entiendo que sí lo era, para él, aunque para mí sólo fuera una excusa para no beber sola en un día frío como ese. Le dije que pidiera más cerveza, que se las diera de “macho alfa” y lo único que atinó a hacer fue a subir su brazo derecho, menearse como una gelatina y hacerle un ademán al garzón.
Obviando ese episodio, le pedí que me contara de su vida y me relató la relación que había tenido en la que había terminado tan mal y con 100 kilos de más. Me contó que veía cosas, no sólo cosas, demonios, que estos le pedían que hiriera a su pareja y a sí mismo. Terminó en un psiquiátrico y ahora sólo planeaba su suicidio.
Fue mucho para mí. Le pedí que nos fuéramos y me quedaba algo para fumar. Ya que el alcohol no había hecho nada a su favor, esperaba que la marihuana sí. Fue peor. Sus melancolías salieron aún más a flote y le dije que dónde tomaba el metro a su casa. Lo mandé con las indicaciones específicas para el caso y largué a caminar para el otro lado. Nunca más le hago caso a mi amigo, que, tiempo después supe, tampoco lo conocía en vivo y en directo. Del chico esquizofrénico, sólo supe que le harían una especie de lobotomía y me prometí no volver a salir con pacientes más críticos que yo.
Corre, M, corre.
Conocí un tipo del que, por suerte, ni recuerdo el nombre, en un bar al que solía ir. Ese día fue muy atento, me ofreció drogas varias y harto alcohol, pero yo tenía otros planes, así que sólo cambiamos números y lo dejamos ahí. A los días me habla para decirme que quería verme. Le dije que bueno, pero en la tarde y él insistentemente me dijo que debía ser de inmediato. Le repetí que no, que estaba ocupada y coordinamos para la tarde.
Después de ese pésimo inicio, el vernos no pudo ser peor. No sé si fue mi humor, si el de él, si es que simplemente cada cosa que decía me hostigaba o si cada broma para él era un ataque constante. Nunca supe si se lo tomaba muy a pecho, o era una forma de su retorcido humor. A pesar de esos horribles 15 primeros minutos, fuimos a comprar alcohol, porque creo es la solución a toda incomodidad por nervios.
Una lata. Ya quería estar en mi casa. No sabía por qué había perdido el tiempo en si quiera tomar la micro y llegar hasta allí. Dos latas. Le dije que no nos estábamos llevando bien, que mejor nos fuéramos, que quizá en otra instancia y él insistió. Tres latas. Partimos de cero, nos estrechamos las manos, nos presentamos y aun así sus frases se colaban por mis oídos tan espesas como petróleo, sus gestos me irritaban los ojos, hasta su olor me repugnaba. Su ser completo me tenía hastiada. Me voy, le dije. Yo me llevo las latas que quedan, respondió él. Salimos del parque y antes de lograr llegar al semáforo, se sienta en una banca y me pide que lo acompañe. Me acerqué, le di un beso en la cara y le dije: adiós. Caminé a tomar la micro, pero antes de llegar al paradero, esperando la luz verde, se acerca por detrás un espectro a decirme, casi llegando al oído medio, “qué feo, ¡qué feo!” y desapareció entre la multitud. Quedé helada y huí al paradero.
Dime con quién andas y te diré quién eres.
Esta es una de las clásicas historias de Tider (auspíciame). Nos gustamos, teníamos un sentido de humor similar y el gusto por no caer en el alcoholismo, con la excusa de ser bebedores sociales, nos unió. Nos juntamos en un bar y era lo mismo que había visto en las fotos (bien por él). Me llevó donde tocaban música de mi gusto, la que pudimos comentar sin problemas. Me contó que hacía historietas, hablamos de libros, todo iba viento en popa, hasta que después de volver del baño me dice que viene un amigo. Ni si quiera alcanzó a preguntarme si me parecía o si me incomodaba, cuando veo entrar a este tipo por la puerta principal y sentarse en nuestra mesa.
Pensé en que quizá quería un trío y no me lo había dicho, que quizá realmente no le gusté, pero veía que había onda-onda aún entre nosotros, que quizá su amigo era simplemente un desubicado, o quizá puede que haya sido una cita para mí y para él no. No sabía qué era peor, pero ya estaba ahí, haciéndome la sociable, conversando de todo con ambos.
Salí a fumarme un cigarro y entender un poco la situación. Mi cita me siguió y me coqueteaba como podía. Entonces descarté la opción de que haya visto un ogro en mí y volví por más cerveza.
Su amigo, después de que el alcohol le soltara la moral y buenas costumbres, empezó a hacer comentarios machistas avalados en la biología y después en sólo su reducido entendimiento. Le debatí, le volví a debatir, le recontra debatí. Le dije que me molestaba, se lo repetí y se lo recontra repetí. Mi cita lo avalaba y ahí ya se colmó mi paciencia. Antes de ponerme yo misma irracional y agarrar a botellazos a estos tipos, me levanté y me despedí. Sólo lamenté las cervezas que quedaron por beber.
A buey viejo, pasto tierno.
Hace mucho tiempo atrás me habló un tipo bordeando los
Siempre hubieron coqueteos de por medio, así que podría haberse presagiado una buena instancia para ello. Al momento de bajarme del bus, veo al sujeto esperándome, desliñado por completo, descuidado sin si quiera rastros de jabón que hicieran ver la intención de que pasara algo entre nosotros, y hasta su ropa era, estoy segura, la que usaba para hacer el aseo un día domingo.
Fuimos a un bar con luces de colores, todo muy psicodélico y bebimos. Todo iba bien hasta ahí. Nos fuimos a su casa, revisamos el tema del
Pasamos a su pieza, prendió la estufa y me quedé ahí mismo, con la botella de pisco cerca y el vaso en mi mano. Se acercó por detrás de mí a abrazarme, le dije “hermano, no hay mano” y lo alejé de mí. Se amurró, no me seguía la conversación y era cortante. Me sentía hastiada y asqueada. No quería que pasara nada más, pero no podía irme de ahí, así que le pedí que nos acostáramos. Él se puso su pijama de polar y volvió a intentarlo, imposible ya en esas circunstancias.
Ir por lana y salir trasquilá.
Hace un mes atrás más o menos, me habló uno de los bloggeros provincianos a los que sigo y le ponen. Me invitó a una noche de tertulia y más bloggeamigos, así que no me pude resistir. Estaban desde las 5 bebiendo y yo lo mínimo que podía hacer era ponerme a tono para no llegar tan sobria. Pasé a la botillería de camino, porque mi sed es grande y sabía que a la hora que llegaría estarían en la ebriedad máxima.
Tras indicaciones, guías por googlemaps, mapas en papel y varios, llegué al edificio. Di mi nombre, el real, el que ellos/as no conocían aún y me hicieron subir. Al entrar al departamento habían muchos personajes en el balcón y allá me dirigí. Saludé y traté de buscar a la persona con la que había hablado, pero nadie me confirmó nada. Fui a buscar un vaso y volví. Esta vez un tipo muy coqueto me dijo que él me había hablado, así que me quedé más tranquila.
Mientras conversaba con otro ser en el sillón, me dice: ¿sabes que hay alguien que te ha mirado toda la noche? Y le dije que no, porque soy bastante torpe en esos aspectos
Vicente me dijo que se llamaba. Vicente me dijo otras cosas como que era muy complejo si le llegaba a gustar a alguien, que era fría, que era sarcástica y que quería que nuestro paseo nocturno no terminara. Yo cedí y le dije que nos sentáramos un momento en una plaza, cerca del departamento para poder conversar, pero sin perder la distancia con el alcohol. Ahí se sinceró, me contó anécdotas de su vida y le pregunté qué hacía ahí realmente. Me dijo que no había sido él quién me había invitado, que le hubiera gustado hablar conmigo antes, pero no fue así. Me asusté y lo encaré. Le dije que me quería ir y camino al departamento, de vuelta, me dice: bueno, tampoco me llamo Vicente. Ahí, despavorida, subí por el ascensor, entré a la casa, saqué mi mochila y corrí lo más rauda que pude, dejando mi celular en algún rincón de ese departamento.
¿Por qué les cuento todo esto? Porque no quiero que tengan que salir corriendo como lo he tenido que hacer yo y quizá también ustedes. Vivimos en un mundo donde la gente enferma y peligrosa no se ven a simple vista y debemos tener ciertos resguardos. Jamás les diré que no salgan de sus casa, porque vivir con miedo no es vivir y este paraliza, todo lo contrario a lo que quiero para ustedes. Aún así, preocuparse de que si van a salir con una persona que no conocen en vivo, alguien más le conozca, alguien de confianza. Que puedan llevar tiempo hablando con esa persona, ojalá les cuente algo personal de sí para tener un par de pistas. Siempre la primera vez debe ser en un lugar público. Siempre. Avisen cuando lleguen, den pistas de ustedes a los primeros minutos, cuando ya pudieron hacer cierto análisis y avisen si llegan sanas y salvas a sus casas. Sí, lo sé, puede que piensen que están muy grandes para dar aviso por cada paso que dan, pero se ahorrarán muchos sustos, ustedes y la gente que se preocupa por ustedes. Lleven algo cortopunzante, gas pimienta, lo que sea para protegerse, no sólo de su cita, también de quién les salga en el camino. Y por su puesto, lo que les digo todos los días, lleven condón, porque es muy-muy fome quedarse con las ganas y caras vemos, pero infecciones no sabemos.
Un placer, M.