jueves, 3 de agosto de 2017

No es otra historia de culión.

II

(...) Después que se fue quedé sola. “Quiero verte de nuevo” resonaba en mi cabeza, mientras sólo el frío cubría mi cuerpo desnudo.


Pasó una semana en la que no hablaríamos, pero de nuevo rompimos todas las reglas, como tendemos a hacer. “El lunes llego” y el lunes se marcó en mi calendario. “Recíbeme en tu casa” y yo lo esperé hasta las 4 de la mañana con la piel al descubierto, sólo cobijada por mi pijama de encaje y con la cama calentándose más que yo. Él no llegó.

“Discúlpame la vida” y sólo pensé en castigarlo. Le dije que nos viéramos para almorzar. Quería mostrarle otra parte de esta ciudad, así que después del almuerzo criollo nos fuimos a pasear al parque. Él tenía mil llamadas, mil mensajes y en respuesta a cada uno de ellos me decía que quería estar conmigo.

Paseamos por todo el centro y me decía que quería ir a la casa, yo aún con la comida en digestión pensaba que no podía moverme como se iba a requerir, pero ya estaba en eso y había que darle (siempre-siempre). Contrario a mis expectativas, al llegar me dijo que me sentara, que me haría un té y me abrigó los pies del frío. Ahí sentí desconcierto y  cuando al fin caí en cuenta que a lo que él se refería era a otro tipo de intimidad, tuve un retorcijón en el estómago.

Me trajo la taza caliente, pero era yo la que emitía vapor. Se sentó a mi lado y se abrió del todo. Me miró con ojos vidriosos y lo pude ver realmente. Al levantar nuevamente sus párpados; el dolor, la rabia, la impotencia y lo que había acarreado todos los años de su vida en el pasado, estaban frente a mí. El impulso de abrazarlo y protegerlo de todo, era más fuerte que el de salir corriendo. Lo resguardé entre mis brazos y no lo solté hasta que su respiración se fundió con la mía.

Ya calmos los dos, y con el té enfriándose, los besos de amparo se intensificaron. Sin darme cuenta tenía sus huesos sobre mí y mis manos jalándolo para romper toda barrera de contacto.

En física aprendí que dos protones deben acercarse lo suficiente para que la interacción nuclear fuerte pueda superar su repulsión eléctrica mutua y obtener la posterior liberación de energía, que desencadenaría en una real unión. Pero en ese momento sentí que creábamos, al calor de nuestra estrella principal, una fusión nuclear. Y las moléculas se absorbían entre sí. Estuvimos la tarde completa produciendo calor y condensando nuestro sudor en las paredes que nos albergaban.


Necesitábamos recuperar energías, así que fuimos por comida. Como siempre él me ofreció todo, y es que realmente quería poder darme todo lo que yo deseara. Pero estaba yo ahí, a centímetros de él, tratando de controlar mis moléculas que se atraían con magnetismo a las suyas. Durante un instante nos vi de lejos, con otros ojos, y nos vi felices. Me sobrecogí y cobijé nuevamente en mi caparazón.

Nos tomamos el vino de la once y su celular, nuevamente activo, no dejaba de sonar. “Ve si tienes que ir”, le dije sin ganas. “Ven conmigo”, me dijo sin soltarme aún las entrañas. “Vamos” sentencié y callé todas las voces que me decían que rompiera de una vez la fusión que me tenía con sus moléculas impregnadas aún en la piel.

Alentada por el vino en la sangre subiendo a mis mejillas, tiñéndolas de rojo intenso, deseché mi guion de completa desconocida y a cada oportunidad que tenía, mis manos lo tocaban, lo palpaban, lo buscaban… hasta mis labios pidieron parte de su cuerpo y obtuvieron un sorbo de su sangre que robé de su latente labio inferior mientras nos cruzamos en el pasillo hacia el baño.



Unas cervezas más y la despedida llegaba. “No me quiero ir” le susurraba, “quédate conmigo” gesticulaba él. Besos de despedida y al fin solos. Una frase clave y algo dentro de mí se rompió.

Cayeron lágrimas reprimidas y él nuevamente estaba ahí, cobijándome entre sus brazos y yo deshaciéndome en dolor. De nuevo expuesta y la culpa pesaría a día siguiente. Cansada le pedí que nos fuéramos. Me dio la mano y mi cuerpo anhelante se calmó. Estaba a salvo. Unos instantes y recuperé la cordura, alejé mi mano y volví a mi caparazón. Era yo de nuevo: contando algo aleatorio, saltando de un lado a otro y molestándolo por su desconcierto.

Esa noche agotados, dormimos juntos: él pegado a mi cuello y mi esqueleto completo se encajándose a su forma.

Teníamos sexo de mil formas e intensamente, parábamos sólo para comer algo y dormir cuando ya no nos daba el cuerpo.

Él tenía que volver y yo tenía una reunión. El tiempo se hacía más preciado aún, pero cada que le gritaba “más, dame más” con su cuerpo entrando hasta lo más profundo del mío, mi apetito se incrementaba.

Continuará...

Un placer, M.

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