domingo, 12 de marzo de 2017

Niño bonito.

La caída del ego es más fuerte.


Hace unos meses atrás me habló de la nada un tipo muy prepotente y como a prepotente, prepotente y medio, le respondí con la misma pluma pará de india. Calmó sus pasiones y comenzamos a hablar. Después de un rato vi su perfil y me gustó, aunque no es de mi tipo, es el típico niño bonito: rubio, sonrisa perfecta, ojos coquetos, piel tersa y color pastel, músculos sin esfuerzo y actitud de rompe corazones. Podría haber sido el yerno ideal, pero a mí no me terminaba de matar, hasta que después de unas conversaciones, bromas y posiciones (eróticas) políticas, me terminó por convencer.


Un día, después de un lío amoroso del que me hablaba, me hizo la pregunta crucial: "¿y tú, en qué estás?" Ahí supe que por la otra ventana tenía que preguntarle a V qué rayos me ponía porque toda mi ropa es indecente (como yo). A penas me alteré, ya confirmado nuestro encuentro, y corrí a pegarme la ducha correspondiente, me di cuenta que lo quería entre mis piernas, arriba mío, al lado, detrás, abajo, todo al mismo tiempo.

Cuando pasé al metro a buscarlo sólo pensaba en que iba a estar colgado de niñas de 15 pidiéndole su menssenger, porque eso era lo que yo habría hecho en mis años mozos, pero era yo la que había sido convocada, así que paré el potito, saqué pechuga y caminé lo menos torpe que pude hacia él, verificando que ninguna hormiga cabezona interrumpiera mi paso.



Después de haber pasado por el primer encuentro, saltado unas escaleras y bordeado unas rejas, llegamos a la primera botillería que estaba cerrada. Antes de que se me partiera el corazón y me faltara el aire, fuimos donde el infalible Vikingo. Después de un pisco, hielo, una bebida y cigarros, nos fuimos a la casa. 

Como no estaba V, me aproveché del pánico y nos sentamos en el comedor a beber. Conversamos de la vida y cuando se acerca, por un momento, más de lo necesario, rompo la barrera del tacto, sin tocarlo. Un hielo gélido entre mis dedos roza su blanca piel y con las yemas, alcanzo a penas a sentir su textura de terciopelo. 



Entre piscola y piscola, entre baile, ska y salsa, entre hielo y más piscola, no se me podría haber ocurrido, en mejor estado, hacerle un baile, con tubo de pole incluido. La música suena y mi cuerpo se mueve a su ritmo, mis caderas rompiendo el aire con su agilidad y mis manos recorriendo las cuervas de mi cuerpo. Me acerco, casi tocándolo, pero no llego a él. Vuelvo a mi lugar donde tiene mejor vista. La energía empieza a ejercer su efecto y veo la lava ardiente en sus ojos. Me acerco al pole, me muevo cual felina a su alrededor y al momento de tomarlo con una mano y bordearlo, irrumpe abrúptamente mi baile para caérseme encima con tornillos y todo.





Entre el pisco y nuestra torpeza, le pido que me ayude a dejarlo tal cual estaba, como que nada hubiese pasado. Tarea maratónica considerando que ya ninguno podía mantenerse derecho del todo, menos un elemento extra, así que, para que el fuego no se extinguiera, lo dejamos ahí y pasamos a mi pieza.


Sólo recuerdo besos sabor a jabón, piel con olor a bebé y un rosado, aún más bello que sus ojos achinados al sonreír, pene.

A la mañana siguiente, o a eso de las 6, desperté y no estaba. Todo estaba tal cual había quedado anoche: ropa en el piso, el pole aún tirado en un rincón, los vasos de pisco aún servidos, la silla en el mismo lugar pre-caos y mi cuerpo desnudo sin si quiera una despedida de por medio. Los niños bonitos no son lo mío.




Un placer, M.

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