Días después, saliendo de la pega, me fui al parque de siempre,
Al ver a la distancia un grupo de gestores de la ley, nos movimos a otro lugar. Ahí, ya instalados, en medio de la conversación, las latas y los humos, aparece detrás de mí, un zapato muy lustrado, negro, grueso, capaz de romperte en mil pedazos y una voz que salía desde lo profundo de su tórax "jóvenes, sus identificaciones por favor". Cagamos, pensé yo. Nos paramos, busqué mi carnet, agarré las latas que quedaban, boté las vacías y me quedé con las llenas en la mochila, la que jamás pidieron que abriera. En cambio, a los otros dos muchachos, casi les registraron sus ancestros. Se llevaron al agricultor de hierbas silvestres y antes de poder correr detrás de él, ya se habían esfumado.
Ágiles, como nunca, llamamos al amigo retenido, nos dio las coordenadas para llegar a él, llamamos a N y decidimos quedar allá. A penas pude divisarlo, con esas calzas de ciclista furioso, con sus ojos color fuego y su cuerpo moreno caribeño, me deshice en deseo. Aún después de la interminable espera, haberle dejado un pan al recluso y asegurarnos de su integridad, seguimos echando humo y me invitaron al cumpleaños de uno de sus amigos. Como la negación no es lo mío, me dejé llevar.
Al llegar al parque, casi de la manito de N, diviso a lo lejos esa figura morena, robusta y autóctona, tan familiar para mí como para ustedes, Michimalonko estaba en el grupo, demasiado lejos de mí que me provocaba ansiedad y, seguido por mi incesante necesidad de buscarlo, de tocarlo, de que por alguna excusa nos topáramos, por un momento perdí mi objetivo en N.
De nuevo me había dejado con las ganas y yo, ya sin ánimos de nada, le pedí que me acompañara a mi paradero. Mientras en mi mente maldecía a esos turistas, le pregunté por última vez por mi vino. El domingo, me dijo y no le creí, pero siempre he sido, muy en lo profundo, una persona ilusa, así que le dije que coordináramos y me despedí. Él me dio un beso dulce en la boca y me dijo adiós.
Continuará...
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